Arquitectura y teología.
Uno de los principios
básicos generalmente aceptados por los arquitectos, al menos durante un
milenio, es que el entorno edilicio tiene la capacidad de afectar profundamente
a la persona —la forma en que actúa, la manera en que siente y el modo en que
ella es—. Los arquitectos eclesiásticos del pasado y del presente entienden que
la atmósfera que genera el templo afecta no sólo el culto, sino también la fe.
En última instancia, lo que creemos afecta la forma en que vivimos nuestras
vidas. Es difícil separar la teología y la eclesiología del entorno de culto,
sea una iglesia tradicional o una iglesia moderna. Si un templo católico no
refleja la teología y eclesiología católica, si la construcción debilita y
desprecia las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica, los fieles
arriesgan acepar una fe distinta al
catolicismo.
La arquitectura no es
aséptica.
Por eso es que el Código de
Derecho Canónico explícitamente define al edificio iglesia como “un
edificio sagrado destinado al culto divino” El Catecismo de la Iglesia Católica reitera el punto y va más allá al
establecer que las “iglesias visibles no son simples lugares de reunión, sino
que significan y manifiestan a la Iglesia que vive en ese lugar, morada de Dios
con los hombres reconciliados y unidos en Cristo”
Ésta es una tarea
formidable, sabemos, y el arquitecto actual naturalmente se pregunta cómo un
simple edificio puede lograr algo así. Afortunadamente, no se encuentra solo en
un peligroso vacío, sino que tiene a su alcance más de mil quinientos años de
oficio sobre el que reflexionar.
Cuando uno se asoma a
la gran herencia arquitectónica de la Iglesia, descubre que desde las primeras
basílicas cristianas de Roma hasta las iglesias neogóticas de comienzos del
siglo XX en América, las leyes naturales de la arquitectura eclesiástica se
siguen fielmente para diseñar iglesias católicas que logran su objeto,
edificios que sirven a Dios y al hombre como estructuras trascendentales, que
transmiten verdades eternas a la generaciones futuras.
Consideremos, por ejemplo, Notre Dame de París, la
joya de la corona parisina, quizá la más famosa de las grandes catedrales
cristianas. De esta obra maestra arquitectónica han hablado con devoción
incontables crónicas, poemas, novelas y obras artísticas. Considerando que, si
lo pensamos, no es la más alta, ni la más grande, ni siquiera la más bella de
las catedrales, no se explica fácilmente en el plano natural la universal
atracción que ejerce Notre Dame.
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